Fiesta de Cristo Rey: Por Acción Cultura y Tradición
Todos los que militáis
Debajo de esta bandera
ya no durmáis , ya no durmáis
pues no hay paz sobre la Tierra.
(Santa Teresa)
Debajo de esta bandera
ya no durmáis , ya no durmáis
pues no hay paz sobre la Tierra.
(Santa Teresa)
No tengo tiempo de hablar sobre la otra herejía que niega la Reyecía de Cristo quizás más radicalmente; el modernismo que nació del Liberalismo; y es la herejía novísima, que está luchando ahora en el seno del Concilio Ecuménico. Debo decir algo sobre los malos soldados del Rey Cristo, es decir, los cristianos cobardes. Nada aborrece tanto un Rey como la cobardía de sus soldados; si sus soldados son cobardes, el Rey está listo.
No hacen honor al Rey Cristo los cristianos que tienen una especie de complejo de inferioridad de ser cristianos.
(…)
No de balde el pecado de San Pedro fue de cobardía. Cristo reprendió de “cobardes” a los Apóstoles durante la tempestad; y sintió tanto la cobardía de San Pedro que lo obligó a arrepentirse públicamente. “Pedro - le dijo con ironía - me amas tú más que todos estos otros?”, porque Pedro antes del pecado había dicho: “Aunque todos éstos te abandonen, yo no te abandonaré!” Pedro se guardó muy bien de repetir su bravata y decir : “Sí, te amo más que todos éstos!”, aunque puede que entonces fuese verdad. Dijo humildemente: “Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que yo te amo…” - punto.
Para que Cristo sea realmente Rey, por lo menos en nosotros, hemos de vencer el miedo, la cobardía, la pusilanimidad; no ser “hombres para poco”, como decía Santa Teresa, y pobre de aquél a quien ella se lo aplicaba! Y como podemos vencer al miedo? El miedo es un gigante!“Os olvidasteis que Yo estaba con vosostros?”
Leonardo Castellani, in “Domingueras Prédicas I - Ediciones Jauja, Mendonza, 1997.
Institución de la Fiesta
Con su encíclica Quas primas (11 de marzo de 1925), el Sumo Pontífice Romano Pío XI proclamaba al mundo: “Jesucristo es Rey”. Sin este Rey no hay justicia, no hay abundancia, no hay paz. Por eso es necesario que Él reine: “Opportet illum regnare”. “¡Viva Cristo Rey!”
Un arcángel fue enviado a una Virgen llamada María a decirle: “Serás Madre, pero quedarás Virgen. No temas. Tendrás un Hijo que Dios pondrá sobre el trono de David, su Padre, y reinará para siempre y su reino no tendrá fin” (San Lucas, 1:32).
El Hijo de María, entonces, el Cristo, el Ungido de Dios, subiría al trono de David. ¿Cómo podría reinar eternamente sin ser Rey? Luego, Cristo es Rey.
Cuando después nació en plena noche, Su Madre, rechazada en todas las posadas, lo puso en un pesebre y lo envolvió en pañales. Los cielos se conmueven; una nueva estrella aparece en lo alto movilizando a reyes de lejanas tierras al lado del Rey de los Reyes. Llegando a Jerusalén los magos preguntan: “¿Dónde está Aquél que ha nacido Rey?”
Jesucristo es Rey desde el primer instante. Si no hubiera sido Rey: ¿Por qué aquellos reyes de Oriente viajaron tanto por él? ¿Por qué Herodes le tuvo tanto miedo? (San Juan, 14:15). Porque Cristo es Rey.
Y crecerá este niño que lleva sobre sus hombros el imperio (Isaías, 9:6) y después de haber mandado a las aguas, a los vientos y a los hombres, exclamará: “Guardad mis Mandamientos” (San Juan, 14:15). ¿Quién puede hacer leyes? ¿Quién puede obligar a observarlas, si no es rey? Luego, Cristo es Rey.
Al amanecer de un Viernes, Poncio Pilatos, gobernador de Roma en Judea, se encuentra con que la multitud le lleva un hombre para que lo juzgue. Pilatos pregunta: “¿De qué acusáis a este hombre?” Le contestan: “Condenadlo porque se hizo Rey. Si lo sueltas no eres amigo del César; porque todo el que se hace Rey va contra el César”.
Pilatos, entonces, se vuelve al Detenido y le pregunta: “¿Es verdad que tú eres Rey?” Y Nuestro Señor solemnemente responde: “Es verdad. Tú lo has dicho”. Luego, Cristo es Rey.
En el Calvario se levantaban tres cruces. A diestra y siniestra colgaban dos ladrones. En la del centro, en lo alto, había una inscripción: “Iesus Nazarenus, Rex Iudæorum”, “Jesucristo Nazareno, Rey de los Judíos”.
¡Qué Rey tan singular! A su voz, el sol se obscurece; el cielo se cubre de tinieblas; la tierra se estremece.
¡Qué Rey tan singular! Es un Rey que tiene por trono una cruz; por corona, un enjambre de espinas; por manto púrpura, su propia sangre cuajada sobre las espaldas. Y, sin embargo, allí reinaba.
Cuando la Muerte sobreviene a los demás reyes, sus reinados finalizan. Este Rey Divino, por el contrario, comienza a triunfar cuando muere: “Cuando sea exaltado, todo lo atraeré a Mí”.
Hasta el ladrón a Su diestra lo percibe y en las angustias de la agonía, dirigiéndose al Salvador, dice: “Cuando estés en tu reino, oh Señor, acuérdate de mí”. Entonces ¡el Crucificado tiene Su reino! Luego, Cristo es Rey.
Los Once Apóstoles habían ido a Galilea. Y, he ahí, que en lo alto de un monte aparece el Señor Resucitado. Todos se postraron, adorándolo. Nuestro Señor avanza hacia ellos con los brazos abiertos, diciendo: “Me fue dado todo poder en el cielo y en la tierra; id y enseñad a todas las naciones” (San Mateo, 28:18).
¿Ha existido por ventura en este mundo un rey que tuviera todo el poder en el cielo y en la tierra? Ni Ciro, ni Alejandro Magno, ni Augusto, ni Carlomagno ni Napoleón tuvieron poder alguno en el cielo; sólo un poco en la tierra.
No mandaban al mar, ni al viento, ni a las enfermedades, ni al pan, ni a los peces, ni a todos los hombres. Mas Jesucristo manda sobre todo y a todos y para siempre. Luego, Cristo es Rey Universal y Eterno. Y Su Reino es un Reino de consolación y de gozo.
Nuestro Señor no es Rey para afligir con impuestos a sus súbditos; ni para armarlos de hierro y fuego y llevarlos a matarse los unos a los otros. Cristo es Rey para guiarlos por el camino al cielo; para asegurarles la salvación eterna y llevarlos al reino de los cielos, con la Fe, con la Esperanza y con la Caridad.
Por eso Nuestro Señor Jesucristo Rey nos invita a seguirlo con estas consoladoras y paternales palabras: “Vosotros todos, enfermos, cansados, agobiados, venid a mí que Yo os aliviaré. Mi yugo es suave, mi carga es ligera”.
Los súbditos del Reino de Nuestro Señor no se vuelven esclavos, ni son siervos, sino todos elevados a ser amigos y hermanos del Rey y, por consiguiente, hijos de Dios.
¡Oh maravillosa suerte! ¡Qué gloria ser súbditos y hermanos del Rey Eterno e hijos de Dios!
El domingo 9 de febrero de 1527, se reunió en Florencia todo el señorío de la ciudad: Los mil cien consejeros, los priores, los jueces y los capitanes.
En medio del solemne silencio, tomó la palabra el magnífico “Vexilieri” de Justicia, Nicolás Capponi. Después de haber pronunciado un discurso inspirado en el amor a la patria, y delirante de ardor religioso, se arrodilló en medio de la magna asamblea, exclamando: “…Y propongo a Florencia proclamar a Cristo, «Rey de los Florentinos»”.
Todos aplaudieron entusiasmados.
Sobre la puerta del “Palazzo della Signoria”, que se abre entre los cuadros del David de Miguel Ángel y el Hércules de Bandinelli, fue puesta una lápida con la siguiente inscripción:
“Jesucristo, Rey de los Florentinos”.
Escribamos también nosotros estas palabras sobre la puerta de nuestras casas, para que ninguno de nuestros seres queridos se atreva a transgredir los mandamientos de ese Rey cuyos súbditos fieles debiéramos ser. Escribámoslas, asimismo, en nuestro corazón.
¡Ah! Si todos los hombres y todas las familias se consagraran sinceramente a Nuestro Señor Jesucristo, entonces no sólo una ciudad, sino todo el mundo, sería Su amoroso súbdito.
“A Ti, oh príncipe de los siglos; a Ti, oh Cristo, Rey de las Gentes; a Ti te confesamos, ¡único Señor de las inteligencias y de los corazones!”
Un arcángel fue enviado a una Virgen llamada María a decirle: “Serás Madre, pero quedarás Virgen. No temas. Tendrás un Hijo que Dios pondrá sobre el trono de David, su Padre, y reinará para siempre y su reino no tendrá fin” (San Lucas, 1:32).
El Hijo de María, entonces, el Cristo, el Ungido de Dios, subiría al trono de David. ¿Cómo podría reinar eternamente sin ser Rey? Luego, Cristo es Rey.
Cuando después nació en plena noche, Su Madre, rechazada en todas las posadas, lo puso en un pesebre y lo envolvió en pañales. Los cielos se conmueven; una nueva estrella aparece en lo alto movilizando a reyes de lejanas tierras al lado del Rey de los Reyes. Llegando a Jerusalén los magos preguntan: “¿Dónde está Aquél que ha nacido Rey?”
Jesucristo es Rey desde el primer instante. Si no hubiera sido Rey: ¿Por qué aquellos reyes de Oriente viajaron tanto por él? ¿Por qué Herodes le tuvo tanto miedo? (San Juan, 14:15). Porque Cristo es Rey.
Y crecerá este niño que lleva sobre sus hombros el imperio (Isaías, 9:6) y después de haber mandado a las aguas, a los vientos y a los hombres, exclamará: “Guardad mis Mandamientos” (San Juan, 14:15). ¿Quién puede hacer leyes? ¿Quién puede obligar a observarlas, si no es rey? Luego, Cristo es Rey.
Al amanecer de un Viernes, Poncio Pilatos, gobernador de Roma en Judea, se encuentra con que la multitud le lleva un hombre para que lo juzgue. Pilatos pregunta: “¿De qué acusáis a este hombre?” Le contestan: “Condenadlo porque se hizo Rey. Si lo sueltas no eres amigo del César; porque todo el que se hace Rey va contra el César”.
Pilatos, entonces, se vuelve al Detenido y le pregunta: “¿Es verdad que tú eres Rey?” Y Nuestro Señor solemnemente responde: “Es verdad. Tú lo has dicho”. Luego, Cristo es Rey.
En el Calvario se levantaban tres cruces. A diestra y siniestra colgaban dos ladrones. En la del centro, en lo alto, había una inscripción: “Iesus Nazarenus, Rex Iudæorum”, “Jesucristo Nazareno, Rey de los Judíos”.
¡Qué Rey tan singular! A su voz, el sol se obscurece; el cielo se cubre de tinieblas; la tierra se estremece.
¡Qué Rey tan singular! Es un Rey que tiene por trono una cruz; por corona, un enjambre de espinas; por manto púrpura, su propia sangre cuajada sobre las espaldas. Y, sin embargo, allí reinaba.
Cuando la Muerte sobreviene a los demás reyes, sus reinados finalizan. Este Rey Divino, por el contrario, comienza a triunfar cuando muere: “Cuando sea exaltado, todo lo atraeré a Mí”.
Hasta el ladrón a Su diestra lo percibe y en las angustias de la agonía, dirigiéndose al Salvador, dice: “Cuando estés en tu reino, oh Señor, acuérdate de mí”. Entonces ¡el Crucificado tiene Su reino! Luego, Cristo es Rey.
Los Once Apóstoles habían ido a Galilea. Y, he ahí, que en lo alto de un monte aparece el Señor Resucitado. Todos se postraron, adorándolo. Nuestro Señor avanza hacia ellos con los brazos abiertos, diciendo: “Me fue dado todo poder en el cielo y en la tierra; id y enseñad a todas las naciones” (San Mateo, 28:18).
¿Ha existido por ventura en este mundo un rey que tuviera todo el poder en el cielo y en la tierra? Ni Ciro, ni Alejandro Magno, ni Augusto, ni Carlomagno ni Napoleón tuvieron poder alguno en el cielo; sólo un poco en la tierra.
No mandaban al mar, ni al viento, ni a las enfermedades, ni al pan, ni a los peces, ni a todos los hombres. Mas Jesucristo manda sobre todo y a todos y para siempre. Luego, Cristo es Rey Universal y Eterno. Y Su Reino es un Reino de consolación y de gozo.
Nuestro Señor no es Rey para afligir con impuestos a sus súbditos; ni para armarlos de hierro y fuego y llevarlos a matarse los unos a los otros. Cristo es Rey para guiarlos por el camino al cielo; para asegurarles la salvación eterna y llevarlos al reino de los cielos, con la Fe, con la Esperanza y con la Caridad.
Por eso Nuestro Señor Jesucristo Rey nos invita a seguirlo con estas consoladoras y paternales palabras: “Vosotros todos, enfermos, cansados, agobiados, venid a mí que Yo os aliviaré. Mi yugo es suave, mi carga es ligera”.
Los súbditos del Reino de Nuestro Señor no se vuelven esclavos, ni son siervos, sino todos elevados a ser amigos y hermanos del Rey y, por consiguiente, hijos de Dios.
¡Oh maravillosa suerte! ¡Qué gloria ser súbditos y hermanos del Rey Eterno e hijos de Dios!
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El domingo 9 de febrero de 1527, se reunió en Florencia todo el señorío de la ciudad: Los mil cien consejeros, los priores, los jueces y los capitanes.
En medio del solemne silencio, tomó la palabra el magnífico “Vexilieri” de Justicia, Nicolás Capponi. Después de haber pronunciado un discurso inspirado en el amor a la patria, y delirante de ardor religioso, se arrodilló en medio de la magna asamblea, exclamando: “…Y propongo a Florencia proclamar a Cristo, «Rey de los Florentinos»”.
Todos aplaudieron entusiasmados.
Sobre la puerta del “Palazzo della Signoria”, que se abre entre los cuadros del David de Miguel Ángel y el Hércules de Bandinelli, fue puesta una lápida con la siguiente inscripción:
“Jesucristo, Rey de los Florentinos”.
Escribamos también nosotros estas palabras sobre la puerta de nuestras casas, para que ninguno de nuestros seres queridos se atreva a transgredir los mandamientos de ese Rey cuyos súbditos fieles debiéramos ser. Escribámoslas, asimismo, en nuestro corazón.
¡Ah! Si todos los hombres y todas las familias se consagraran sinceramente a Nuestro Señor Jesucristo, entonces no sólo una ciudad, sino todo el mundo, sería Su amoroso súbdito.
“A Ti, oh príncipe de los siglos; a Ti, oh Cristo, Rey de las Gentes; a Ti te confesamos, ¡único Señor de las inteligencias y de los corazones!”
¡Viva Cristo Rey!
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